La violencia en el Catatumbo: un reflejo de la incapacidad estatal frente al conflicto armado


Los recientes episodios de violencia en el Catatumbo, desde los enfrentamientos entre el ELN y las disidencias de las FARC hasta la masacre de Miguel Ángel López Rojas y su familia, evidencia una crisis estructural que trasciende los hechos aislados. Este escenario no es nuevo, pero lo que resulta alarmante es la persistente incapacidad del Estado para garantizar la seguridad, proteger a la población civil y consolidar la paz en una región asediada históricamente por el abandono y la guerra.

La reactivación de la compra de hoja de coca y la normalización de las dinámicas del narcotráfico no son fenómenos recientes, pero el gobierno ha sido incapaz de implementar estrategias efectivas para desarticular estas economías ilícitas. Por el contrario, la ausencia de un enfoque integral que combine erradicación, desarrollo alternativo y fortalecimiento institucional ha permitido que estas dinámicas perpetúen la violencia.

El hecho de que las autoridades no puedan ingresar a ciertas zonas debido al alto riesgo para su seguridad refleja un Estado débil y superado por los actores armados. En lugar de proteger a la población, las fuerzas del orden parecen limitarse a reaccionar ante tragedias ya consumadas, dejando a los civiles a merced de los grupos ilegales.

Una región olvidada por el Estado

El Catatumbo simboliza el fracaso histórico de las instituciones para ejercer un control efectivo en territorios donde el narcotráfico y los grupos armados dictan las reglas. La reactivación de la compra de hoja de coca y la normalización de las dinámicas del narcotráfico, factores que alimentan el conflicto, no son fenómenos recientes ni impredecibles, y la falta de oportunidades económicas, es un ejemplo claro de la desconexión entre el gobierno central y las periferias. Sin embargo, las autoridades parecen incapaces de actuar de manera preventiva o de implementar políticas efectivas que reduzcan estas economías ilícitas, perpetuando así el círculo vicioso de la violencia.

El asesinato de Miguel Ángel López Rojas, un hombre que dedicó su vida a una labor humanitaria en una zona de guerra, es el ejemplo más doloroso del precio que pagan las comunidades abandonadas. Las masacres, los desplazamientos forzados y la vulneración de los derechos humanos se convierten en el pan de cada día, mientras el Gobierno central reacciona solo con promesas y medidas simbólicas como recompensas que rara vez conducen a resultados concretos.

Inconsistencia en las políticas de paz

El testimonio del senador Iván Cepeda, quien calificó los hechos como un “golpe frontal a la búsqueda de soluciones dialogadas”, evidencia la fragilidad de un proceso que no logra contener la violencia en el territorio. A esto se suma la denuncia de Rodrigo Londoño sobre el asesinato sistemático de firmantes del Acuerdo de Paz, lo que subraya la falta de garantías para quienes decidieron desarmarse.

Diálogos de paz: ¿un propósito real o una estrategia fallida?

El Gobierno del presidente Gustavo Petro ha hecho de los diálogos de paz un eje central de su gestión. Sin embargo, las masacres y los enfrentamientos entre el ELN y las disidencias de las FARC en el Catatumbo ponen en entredicho la efectividad de este enfoque. ¿De qué sirve avanzar en mesas de diálogo si los actores armados continúan utilizando a la población civil como escudo y perpetúan su control sobre territorios estratégicos?

El llamado a cesar las acciones violentas, aunque necesario, resulta insuficiente cuando no está acompañado de acciones concretas y firmes para garantizar el respeto por la vida de la población civil y de los firmantes de paz.

La falta de coherencia entre el discurso y las acciones es evidente. Mientras se realizan esfuerzos por construir acuerdos, los enfrentamientos dejan un rastro de muerte y desplazamiento. El llamado a cesar las hostilidades es insuficiente si no se acompaña de medidas contundentes para garantizar la protección de la población civil y desmantelar las estructuras económicas y armadas que sustentan el conflicto.

La justicia ausente y la doble victimización

El caso de Miguel Ángel López Rojas y su familia es también un testimonio de la inoperancia del sistema de justicia. Es un símbolo de la resiliencia y del abandono que caracteriza a los habitantes del Catatumbo. Su labor, arriesgada y humanitaria, quedó desprotegida por un Estado incapaz de garantizarle seguridad en un territorio donde las vidas se pierden entre enfrentamientos y negocios ilícitos.

El presidente Petro ofreció una recompensa de cien millones de pesos, pero ¿cuántas veces hemos visto promesas similares sin resultados concretos? La impunidad sigue siendo la regla en los crímenes cometidos en zonas rurales, lo que alimenta la sensación de desamparo entre las comunidades.

El silencio de las autoridades locales y la tardía reacción del gobierno central reflejan la indiferencia hacia una región que parece existir únicamente en los titulares de tragedias. La oferta de una recompensa, aunque bienintencionada, es insuficiente para reparar el daño causado o para prevenir nuevas masacres.

Además, la dificultad para que las autoridades ingresen a los territorios por motivos de seguridad refleja una alarmante debilidad estatal. Si las instituciones encargadas de garantizar el orden no pueden siquiera entrar en estas áreas, ¿qué esperanza queda para las comunidades atrapadas en el fuego cruzado?

Una crítica urgente y necesaria

El Gobierno y las autoridades locales deben asumir su responsabilidad por la falta de respuestas efectivas ante la violencia en el Catatumbo. No es suficiente reaccionar ante las tragedias con declaraciones emotivas y recompensas económicas. Es imprescindible construir una estrategia integral que aborde las causas estructurales del conflicto, fortalezca la presencia estatal en la región y garantice una protección real a la población.

El llamado al diálogo es un paso en la dirección correcta, pero no puede ser una excusa para ignorar la realidad en el terreno. Mientras el Estado no sea capaz de actuar con contundencia y coherencia, el Catatumbo seguirá siendo un territorio olvidado, donde el único constante es el sufrimiento de sus habitantes.

La historia de Miguel Ángel López Rojas no debería ser solo una tragedia más. Debería convertirse en un punto de inflexión que obligue a las autoridades a repensar su estrategia y a actuar con la urgencia y la determinación que esta crisis demanda. Sin acciones concretas y sostenibles, el discurso de paz no será más que una promesa vacía en una región que clama por justicia, seguridad y esperanza.

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