Hay palabras que funcionan como códigos secretos,
talismanes o bastones de apoyo en travesías peligrosas. La que utilizan los
caminantes venezolanos en las carreteras es un sinónimo de “familia” o de
“comunidad”. No conviene revelar el término preciso, porque es lo primero que
gritan al trepar a las tractomulas para que los demás migrantes sepan que son
de los mismos y no de los otros: los colombianos que los discriminan y atracan
en la ruta. “Familia”, dicen rápido, para calmar el nerviosismo de los viajeros
y reconocerse como miembros de una misma tribu ambulante.
Durante los primeros años del éxodo venezolano hacia
el resto de países de la región, la mayoría de caminantes eran hombres jóvenes.
Pero poco a poco empezaron a verse más mujeres recorriendo el borde de la vía,
más parejas, más familias con niños pequeños. Algunos ya daban sus propios
pasos, otros iban en coches o en las panzas redondas de sus mamás, que buscaban
parir en un lugar mejor.
Subir y bajar cordilleras andinas no es lo más
recomendable para una mujer encinta. Pero tampoco conviene quedarse en un país
donde las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) hacen limpieza social en los
barrios populares y no hay con qué alimentar a dos niños, y a otro que viene en
camino. Por esos motivos, Chamita y el El Negro –como se
dicen cariñosamente– decidieron emigrar cuando ella iba por el quinto mes de
embarazo.
Tenían muchas dudas y poca experiencia. Ella recién
había cumplido 21 años y él 23. No sabían cuánto tardarían en llegar a Ecuador,
donde vivía un primo de él que le ofreció trabajo como asistente de conductor
de camión. Pero sí sabían que tenían que irse juntos. La familia era lo más
importante, quizás porque había sido algo tan esquivo para ambos, desde
niños.
Chamita
con sus dos niños, y el tercero en camino.
Primer viaje: perder un hijo (o dos) ‘muleando’
El primer viaje empezó mal porque tuvieron que dejar a
la niña de un año –hija de Chamita con otro muchacho que había sido asesinado
en el barrio– con un hombre mayor que se aprovechó de Chamita, de su
vulnerabilidad cuando quedó viuda, pobre y sin trabajo estable, para que lo
designaran custodio legal de la menor. Continuó peor cuando otra pareja de
venezolanos trató de raptar al niño de cuatro años –hijo de Chamita con otro
padre que jamás lo reconoció– para venderlo a una red de trata de menores en el
sur de Bogotá. Y terminó en tragedia a la salida de Cali, capital del
departamento de Valle del Cauca, en el suroeste de Colombia, cuando Chamita
perdió a la bebé que llevaba en la panza.
La hoja de ingreso al Hospital Universitario del Valle
data del 31 de octubre de 2020. Dice que la paciente de nacionalidad venezolana
llevaba 28 semanas de embarazo, aproximadamente, y que en las últimas 18 horas
había empezado un trabajo de parto y se observaban cambios cervicales. Rompió
fuente apenas la bajaron de la ambulancia y entró en el ascensor. Se asustó al
ver cómo salía sangre coagulada de su útero. El informe clínico dice que el líquido
amniótico estaba “meconiado”.
Ya en la sala de cirugía, le hicieron el tacto. El
feto estaba en posición podálica, es decir, todavía no se había dado la vuelta
para nacer. Era una niña y su corazón había dejado de latir. A Chamita la
hicieron pujar y cuando la bebé salió, tenía un hueco en la cabeza. Su mamá se
acordó de todos los sobresaltos que había sufrido por viajar en tractomulas,
por carreteras llenas de huecos, y de las piedras que les habían lanzado por
“venecos” a la entrada de Ibagué, una ciudad montañera del Tolima, en el centro
occidente de Colombia. No sabía decirle a los médicos cuál de todos los golpes
sufridos podía haber alcanzado a su hija.
Apenas El Negro vio a la bebé muerta, la agarró y
empezó a gritar: “¡Mi hija está viva y nos vamos!”. Tuvieron que llamar a la
policía porque él corría con ella por todo el hospital. Lo amenazaron con
tranquilizarlo a la brava, si no podía calmarse. Luego le entregaron una orden
médica con las recomendaciones de cuidado y medicinas para Chamita. Le dieron
dinero para “comprar la droga”, y a él le pareció muy raro que le dieran una
licencia para ir a comprarse un porro.
A Chamita le dieron de alta después de un día de
reposo. Pero antes le preguntaron si quería planificar, y dadas las
circunstancias, aunque es cristiana, dijo que sí. Le metieron un dispositivo
plástico de hormonas en el brazo, que se sentía como un gusanito duro debajo de
la piel. Le dolía y a veces se le dormían los dedos de la mano izquierda. Le
dolía más haber perdido a su bebé por andar “muleando” y le dolía también haber
dejado a su otra hijita en Venezuela y en malas manos.
Después de la pérdida, Chamita y El Negro empezaron a
pelear más de lo normal y decidieron separarse un tiempo. Él continuó el viaje
hasta Ecuador y ella se fue con su hijo para Medellín, la capital de Antioquia,
a vender dulces en los semáforos. Unas semanas después, El Negro le escribió
por Facebook arrepentido. Le hacían mucha falta, ella y el niño –que le decía
papá–, y le pidió que volvieran. Ella le dijo que sí, pero le puso una
condición: “Vuelvo, si me ayudas a buscar a mi hija”.
Segundo viaje: directo a una revolución
No pasaron más de 24 horas en su pueblo natal de San
Juan de los Morros, en el estado llanero de Guárico, pleno centro de Venezuela.
Vieron rápidamente a la mamá de Chamita y al hermano menor de ella, de 14 años,
que resolvió que se iría con ellos para Ecuador. Luego fueron a recuperar a la
niña. La encontraron desnutrida y con unos morados extraños en la piel. El 24
de abril de 2021, ya en camino hacia la frontera, Chamita subió varias fotos de
la familia en su página de Facebook, y escribió el siguiente comentario: “Mis
niños bellos, gracias a Dios los dos conmigo”.
Chamita,
la protagonista de esta historia, celebrando el reencuentro con sus dos hijos
en redes sociales.
Cuatro días después, empezarían las marchas y
protestas contra la reforma tributaria y por el Paro Nacional en Colombia, que
terminarían desbordándose en bloqueos, saqueos, y la parálisis de varias zonas
del país. El Negro, Chamita, el hermano y los dos niños no sabían lo que les
esperaba, no estaban enterados de las noticias. Cruzaron por Arauca, pasaron
por Tunja, Boyacá, y el 4 de mayo venían caminando tranquilos –con dos perros
callejeros que se les pegaron, Coco y Niña– cuando llegaron
a Gachancipá, el municipio más pequeño de Cundinamarca, lugar de paso
estratégico que conecta a Bogotá con el norte del país y uno de los lugares más
afectados, en esos días, por lo que a ellos les pareció que era “una
revolución”.
“Nos dijeron que si seguíamos caminando nos iban a
quemar”, cuenta Chamita. No había nadie circulando, ningún carro, ningún
camión. Nadie podía pasar a pie tampoco porque había rumores de que todo iba a
empeorar y que en la noche iban a destruir el peaje de El Roble.
La familia de caminantes se refugió debajo de un
puente peatonal, frente a una cauchera o montallantas y a una frutería.
Encontraron allí un sofá marrón abandonado, que otros migrantes habían
utilizado en su viaje, bien fuera de ida o de regreso a Venezuela, porque como
bien lo recuerda un ferretero, cuyo negocio está sobre la vía principal y cerca
del puente, durante los primeros meses de la pandemia muchos decidieron
devolverse a su país: “Fue una marcha ni la berraca, pasaban y pasaban por la
carretera. Todos los días uno veía pasar a las familias. Unas 200”.
Al principio, la gente de Gachancipá ayudaba de manera
generosa a los caminantes. En los restaurantes les daban almuerzos gratis,
sobre todo si viajaban con niños, porque pensaban que iban de paso. Pero a
medida que algunos se fueron quedando en el pueblo, y empezaron a ser
“competencia desleal”, porque se ofrecían a trabajar por tarifas más bajas,
empezó a surgir cierto malestar contra los venezolanos, que poco a poco se fue
convirtiendo en xenofobia: un rechazo inspirado en experiencias
particulares –algunos robos, problemas de convivencia con los vecinos–
que habían resultado mal y se habían extendido como desconfianza generalizada
hacia todos los que tuvieran esa nacionalidad.
Cuando comenzó el paro, la gente del pueblo no tardó
en señalarlos también como los culpables de bloquear la autopista y causar
desmanes. En Gachancipá había tres puntos con barricadas, trancando la avenida.
El primero estaba al lado de una redoma, el segundo a la altura de una bomba de
gasolina, y el tercero en el puente peatonal donde la familia había armado su
cambuche improvisado.
El puente peatonal donde la familia improvisó su
vivienda era también lugar de protestas durante el Paro Nacional de Colombia.
Ese punto no era el más importante, lo usaban más bien
de retaguardia o de “segunda línea”, para que el Esmad –el escuadrón
antimotines de la Policía– no se fuera a meter al pueblo. Aún así, arrumaron
varias llantas y desde la pasarela peatonal echaron gasolina a chorros para que
se prendieran. La situación era cada vez más tensa en ese lugar, y un hombre
gordo, con una chaqueta de la alcaldía, que pasó por el puente, les dijo que se
fueran del pueblo, que no querían ver más venezolanos en Gachancipá.
El Negro y Chamita habían forrado con plástico su
cambuche, para tratar de protegerse del frío, pero nada los protegía del humo.
Fue por eso que, en un momento dado, El Negro se metió a la barricada a tratar
de correr una de las llantas. “Estaba pegando muy fuerte y los niños se estaban
ahogando”, dice.
Cuando el Esmad llegó a disolver la protesta y la
barricada, lanzaron gases lacrimógenos. Por fortuna, un empleado que trabajaba
en la cauchera de enfrente les hizo señas para que entraran y se refugiaran en
el taller. El dueño del negocio confirmó la versión de la pareja venezolana.
Yerson, un ex empleado suyo, les había dado refugio en ese momento.
José Niño, dueño de la frutería frente al puente, se
acuerda de la familia, que habla muy bien de él, porque les daba frutas a los
niños y hasta les regaló un coche de bebé. A Niño no le consta que El Negro
hubiera participado de los bloqueos, nunca lo vio rompiendo una vitrina o
dañando un carro, ni enfrentándose a los guardias, pero en esos días vio que
otras personas habían compartido información sobre los vándalos en uno de sus
grupos de Whatsapp –donde circulaban toda clase de versiones, a veces ciertas,
a veces falsas– y entre las fotos compartidas había una de El Negro.
“Simplemente era una foto de él, tomada desde el puente, pero no se veía en la
foto que estuviera vandalizando”, dice.
El Negro y Chamita dicen que unos colombianos que
participaban de los bloqueos y los disturbios les ofrecieron plata: 10.000 pesos
a cada uno por meterse en el bochinche, a tirar piedras y palos o a romper
avisos de prohibido parquear o de los negocios al lado de la vía, como la
frutería del señor Niño. Nunca aceptaron, no querían meterse en problemas, y
menos con la persona que mejor se había portado con ellos dándoles mangos y
manzanas a los niños. “Nos daba leña para cocinar”, añade el hijo de
Chamita.
Luego de que terminaron los enfrentamientos,
decidieron que era mejor no volver al cambuche debajo del puente. A la salida
del pueblo hay un viejo matadero y plaza de mercado donde antes habían acampado
cientos, quizás miles, de venezolanos que han tomado la misma ruta, y que
parece un camposanto de objetos abandonados: zapatos sin cordones, camisetas
viejas, juguetes dañados, un colchón inmundo con la mitad del relleno afuera...
Allí se quedaron con otras dos parejas de caminantes, dos niños, un tío y su
sobrino, a partir del sábado 8 de mayo, día que Rosita celebró con un nuevo
comentario en su muro de Facebook: “Gracias a Dios voy a pasar el día de las
madres con mis dos hijos”.
El
viejo matadero de Gachancipá donde se refugiaban las familias de caminantes
venezolanos.
Tercer viaje: la patrulla migratoria
“En lo que llevaba aquí, nunca había visto a una
patrulla de Migración Colombia, pero la vimos el sábado, como a mediodía, tipo
una o dos,” dice el señor Niño. El señor de la ferretería también la vio cuando
pasó frente a su negocio: “Pasaron y estuvieron en la casita abandonada, al
final del pueblo”.
Los agentes de Migración y de Policía llegaron al
viejo matadero y les pidieron papeles a todos. “Recojan todo”, les
dijeron, y los sacaron de allí.
El Negro dice que uno de ellos se le quedó mirando
fijamente. “¿Y qué hice?”, le preguntó, nervioso. Le contestó que estaban
verificando porque una gente del pueblo lo había identificado. “Que me habían
visto en el bochinche, que me habían reconocido porque tenía un gorrito, pero
había mucha gente ahí con gorritos de todos los colores porque hacía frío”,
explica.
A El Negro, a otro que le decían El Chivo, a Boris, a
una muchacha y a su sobrino, y un colombiano que describen como “catirito”, se
los llevaron para la estación de policía. A todos los soltaron menos a El
Negro, quien pidió que le enseñaran las fotos y los videos que tenían, con
drones y todo. “Yo quería ver las pruebas, porque lo único que podían tener de
mí en el bochinche, era cuando me había metido a correr los cauchos que se
estaban quemando”.
Chamita estaba desesperada, se había quedado sola, con
tres menores de edad a su cargo en ese pueblo de la sabana de Bogotá, el
altiplano que se extiende más allá de la ciudad, cuyo nombre hasta le costaba
pronunciar. No tenían donde dormir, así que regresaron al matadero abandonado
donde habían hecho la redada. Ese domingo llovió todo el día y ella tampoco
paró de llorar.
Tuvo noticias de su esposo varias horas después. Lo
habían trasladado en la patrulla hasta el edificio principal de Migración
Colombia en la calle 100 de Bogotá y lo habían metido en una celda. Uno de los
custodios le había prestado su teléfono: “Toma, llama a tu mujer”.
No duraría mucho ahí, porque el lunes en la noche le
dijeron: “Mañana te vas temprano”. Le pidieron firmar unos papeles rápido, que
no leyó con cuidado, porque pensó que lo iban a soltar. Al día siguiente
se enteró que lo iban a mandar a Venezuela.
Cuarto viaje: expulsado en un avión
En el vuelo de Avianca de Bogotá a Cúcuta –capital del
departamento de Norte de Santander, fronterizo con el estado venezolano de
Táchira–, el martes 11 de mayo, viajaba la pasajera Marcela Cáceres. “Entré al
avión y vi que montaron a un chico con gorrito de lana que se veía muy
afligido”, dice. Lloraba mucho y ella no se aguantó las ganas y le preguntó,
desde su asiento: “Hola, ¿te pasa algo?”.
El Negro trató de hablarle, medio a escondidas, porque
detrás de él venía el custodio de Migración, pero ella no le entendió nada. Le
pasó su teléfono Samsung Galaxy con un mensaje escrito que decía: “ESCRIBA SU
NOMBRE, CÉDULA, TELÉFONO DE CONTACTO Y QUÉ LE PASÓ”.
El
Negro le dio su nombre, el télefono de Chamita y le respondió: “ME ESTAN DEPORTANDO
POR UN SUPUESTO VIDEO MÍO EN PROTESTAS”.
Cáceres le preguntó si él había hecho algo malo en las
protestas, si había cometido un delito. Y él le respondió llorando que no, que
le juraba por Dios que no había hecho nada malo. Que había pedido ver el video
y que nunca se lo mostraron. Que en su país ya había muchos problemas para
venirse a meter en más problemas en otro.
Antes de que el avión despegara, Cáceres llamó a unos
amigos que trabajaban en asuntos migratorios en Norte de Santander, a ver si
podían ayudarlo cuando aterrizaran. Y llamó a Chamita. Le avisó que El Negro
iba en el mismo avión con ella. Que por favor le avisara a la familia de él que
iba en camino a Venezuela y lo que le había pasado.
Alcanzó
a mostrarle otros dos mensajes al Negro, a través de su teléfono: “ESTOY
HABLANDO CON UNOS AMIGOS A VER SI TE AYUDAN. YA LLAMÉ A TU ESPOSA”.
Cuando aterrizaron en Cúcuta, Cáceres decidió abordar
al funcionario de Migración y le preguntó por qué lo estaban deportando. El
funcionario le respondió: “Señorita, ese no es su problema”. Ella insistió.
Entonces le respondió que la información que tenían era que él había estado
“ocasionando daños a bien público”.
Lo único que Cáceres pudo hacer en ese momento fue
tomarle fotos a El Negro cuando lo sacaron del avión y se lo llevaron en otra
patrulla migratoria para el puente fronterizo.
Las
autoridades colombianas lo entregaron en Venezuela y ese mismo día volvió a
cruzar el puente fronterizo para regresar.
Era mediodía, o un poco después, cuando lo entregaron
a un funcionario del Saime, el organismo venezolano de identificación y
migración, al otro lado del puente, y escuchó que el funcionario de Migración
Colombia le decía a su contraparte: “Mátenlo, porque no sirve para nada”.
Cuando los del Saime vieron que no tenía antecedentes, lo trataron bien. Le
dieron comida, le dieron dinero y esa misma tarde El Negro se regresó a
Colombia, aunque el funcionario de Migración le había advertido que si lo
hacía, le metían 10 años de cárcel.
En el peaje de Los Patios, por donde intentó
devolverse, lo pararon, le pidieron los papeles y el funcionario lo miró,
volvió a ver la pantalla y le dijo: “La cara tuya es inolvidable” y le señaló
su ficha en el sistema: “¿No eres este?”.
El Negro arrancó a correr pero paró cuando vio a dos
soldados del ejército apuntándole con sus fusiles. Lo metieron en un autobús y,
por segunda vez, en un solo día, lo entregaron al Saime. Su cara aparecería en
un portal de noticias local dos días después, con el titular: “#Atención, por
participar en acciones violentas fue expulsado hombre de nacionalidad
venezolana por segunda vez de territorio colombiano”.
Quinto viaje: una salida traumática y voluntaria
El Chivo decidió acompañar a Chamita y a los niños
hasta el edificio de Migración Colombia en Bogotá. No sabían lo lejos que
estaban –50 kilómetros o 12 horas caminando– y al anochecer, cuando iban
entrando a la capital, por la calle 200, decidieron parar y dormir debajo de un
puente. Una señora que vivía cerca y los vio, les llevó sardinas, pan, queso y
avena.
A través de Marcela Cáceres, Chamita había logrado
contactarse con la Clínica Jurídica para Migrantes de la Universidad de Los
Andes de Bogotá. Le ofrecieron asistencia jurídica, le preguntaron si quería
que ellos asumieran el caso, como habían asumido otros. Había varias razones y
argumentos legales para hacerlo.
Ya habían salido dos sentencias de la Corte
Constitucional que analizaban –una en el caso de un japonés y otra de un
cubano– cómo las expulsiones afectaban a las familias y había concluido que
"la distancia física o la ruptura de lazos filiales que se origina por
virtud de una medida de expulsión, inclusive de deportación de extranjeros,
padres o madres de menores, legítimamente radicados en el país es, en
principio, una barrera innecesaria e inhumana que se opone al disfrute de los
derechos fundamentales de éstos, y por lo tanto, no puede ser patrocinada
indiscriminadamente por la administración".
En la Sentencia T-530 de 2019, la Corte le advertía a
Migración Colombia que debía analizar cuidadosamente el contexto familiar de la
persona antes de tomar la decisión de expulsarla. La Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) y el Comité de Protección de los Derechos de Todos los
Trabajadores Migratorios y de sus Familiares también han advertido que se deben
tomar medidas que protejan a los niños y a los cónyuges durante este tipo de
procesos, que pueden resultar traumáticos.
“Ella estaba muy triste, muy mal, en su silencio se le
veía la desesperación. No podía creer lo que les había sucedido”, dice Stibaliz
Vanegas, de la Comunidad Sant’Egidio de Bogotá que brinda ayuda humanitaria a
los migrantes, y conoció a Chamita y a los niños en esos días, cuando se
quedaron en un albergue.
Chamita estaba en shock y no quiso saber nada de
abogados, ni interponer una demanda o tutela. Lo único que quería era regresar
a Venezuela a encontrarse con El Negro. Además, su hija tenía fiebre, le
costaba respirar, le sentía el pecho mal, pero, por la premura, Vanegas dice
que los médicos de la organización no alcanzaron a hacerle un chequeo médico a
la niña.
Chamita fue hasta las oficinas de Migración Colombia.
Pensó que si se presentaba de manera voluntaria con los niños, también los
llevarían hasta Cúcuta en un avión, como habían llevado a El Negro. Pero los
guardias, a las afueras de la entidad le dijeron que nadie la iba a llevar, que
ella tenía que irse por su propia cuenta, que se fuera para el aeropuerto o a
la terminal, porque ningún funcionario de la entidad la iba a atender o a
ayudar.
Salió descorazonada y luego no podía creer que la
comunidad Sant’Egidio, los abogados y otras personas anónimas hubieran hecho
una colecta para comprarles los pasajes de bus hasta Cúcuta. Como la frontera
oficial estaba cerrada por las medidas para frenar la Covid, pero a la vez no
lucía conveniente que Chamita pasara con los niños por una trocha, El Negro
cruzó de nuevo y la esperó en La Parada. De regreso, la guerrilla que controla
el paso en ese lugar les pidió 50.000 pesos, unos 13 dólares. Chamita le
explicó a una guerrillera, vestida con uniforme de camuflaje y de fusil, lo que
habían pasado en los últimos días. La muchacha no solo los dejó pasar sin
cobrar, sino que les dio cuatro pastelitos para que calmaran el hambre.
Sexto viaje: El retorno a la muerte
En Venezuela no podían quedarse, y menos en San
Antonio del Táchira. Durante unos días trabajaron como recicladores y durmieron
arrimados en un garaje. Los amigos del Saime le entregaron a El Negro un
certificado que decía que había perdido sus documentos y le pusieron otro
número de cédula, en caso de que lo parara la policía colombiana, mientras
lograban atravesar Colombia y alcanzar Ecuador.
El 27 de junio salieron caminando, pero la niña
respiraba mal y vomitó un par de veces. Chamita intentó darle un poco de pan,
algo de arroz, pero no toleraba nada. Le dio agua, un poco de jugo y
acetaminofén. Cuando iban por Villa Del Rosario, ya en territorio colombiano,
preguntaron por un hospital para llevarla, pero no les supieron indicar. Al
llegar a Los Patios, muy cerca de Cúcuta, la niña ya no podía más. Gemía, se
volteaba, pidió agua y Chamita vio que se estaba poniendo más morada, que le
habían salido nuevos hematomas en los brazos y tenía las manos frías. La
arropó, le cantó los pollitos y la canción de la casita. La chiquita se durmió
y ella se puso a rezar: “Dios es grande y poderoso y ella va a estar
bien”.
En un momento, Chamita la cambió de posición, y cuando
la alzó y le puso la mano en el pecho, la niña se le desmayó. El Negro la
movía, trataban de reanimarla pero no respondió, así que él tomó a la niña,
paró a una moto en la calle y le dijo: “Necesito un médico. Mi hija se está
muriendo”. Chamita y su hijo pararon una camioneta de Trasan, la empresa de
transporte colectivo de Cúcuta, que venía atrás y no estaba en servicio, y le
pidieron que siguiera a la moto.
Una de
las últimas fotos que Chamita guarda de su hija fue tomada en el puente de
Gachancipá.
Una de las últimas fotos que Chamita guarda de su hija
fue tomada en el puente de Gachancipá. (Ponerle barrita en los ojos)
En el Hospital de Los Patios, la doctora Luzaida
Sánchez baja la cara y solo comenta que fue “un caso fatídico”, que ella sí lo
atendió pero que es la primera vez en su vida que un periodista aparece en el
hospital a preguntarle por un paciente. No quiere decir nada sobre la causa de
la muerte de la bebé, porque no está autorizada.
Chamita y El Negro dicen que llegó viva. En el
hospital los acusaron de maltrato infantil, por los hematomas que tenía y la
desnutrición. Pero una enfermera o doctora (no saben si era la doctora Sánchez)
les dijo que esas manchas en la piel eran de una enfermedad llamada púrpura.
“Yo no sabía nada de eso”, dice Chamita, pensaba que eran secuelas que le
habían quedado del mal cuidado de su custodio legal cuando la dejó en
Venezuela. Él le hacía amarres a la niña, fumaba tabaco de brujo e invocaba a
los babalaos para curarla de “los duendes”.
La Policía llegó al hospital. Los agentes les tomaron
los datos y declaraciones. Ella, en su defensa, dijo que si hubiera querido
matar a su hija la hubiera dejado morir en el momento de nacer porque
broncoaspiró. Lloraba y su hijo también lloraba porque entendió que ya no iba a
ver más a su hermanita. A Chamita tampoco la dejaron verla antes de enterrarla.
Hubiera querido vestirla de blanco, con unas medias amarillas y la biblia azul
oscura que siempre carga, abierta en el Salmo 23: “Jehová es mi pastor, nada me
faltará”.
Cuando la señora Rubí, propietaria de la funeraria
Nuestra Señora del Carmen, diagonal a Medicina Legal, vio entrar por la puerta
a la pareja de venezolanos, sabía que venían a pedir un cajón para su hija. La
noche anterior había visto por un canal de noticias local que “unos papitos”
que eran caminantes habían maltratado a una niña y había muerto. Se volteó y le
dijo a su marido: “Son los mismos”.
El pasado 9 de noviembre, la Fiscalía le contestó un
derecho de petición a Chamita, en el que preguntaba por la autopsia de su hija.
La entidad le contestó que no tenían registro alguno de la causa, porque su
muerte no estaba bajo investigación. Lo más probable era que en el hospital
habían concluido que había sido “muerte natural”.
La funeraria les regaló el cajón, el hueco en el
cementerio y el transporte en la carroza. Solo les faltó la lápida. Para
pagarla, Chamita pidió ayuda a la Agencia de Naciones Unidas para los
Refugiados, Acnur, y vendió su pelo largo y negro. La familia está esperando
que se la entreguen para emprender el viaje de nuevo. No quieren irse, dejando
a su hija en una tumba sin nombre como una N.N., las iniciales adjudicadas a un
cadáver sin identificar, en el cementerio
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